Negro y rojo

No recuerdo cuándo fue que vi la luz por última vez. Para mi mente han pasado siglos. Apenas puedo recordar el brillo del sol por las mañanas, el calor de sus rayos abazando mi piel en un templado día de verano, la brisa revoloteando entre mi cabello… Vagos recuerdos que para mi hoy representan el paraíso.

Siento que llevo una eternidad sumida en las tinieblas, incapaz de comunicarme, de decir un sola palabra. Cómo si alguien me hubiera arrancado la lengua, la garganta y solo me dejaron los pulmones para poder respirar. Los atesoro, y a la vez los maldigo, porque me mantienen viva, pero tambiñen son cómplices de mi torturador que parece alegrarse de que la muerte aún no me haga su compañera.

Pero lo peor, lo peor es el sonido. Ese sonido que he escuchado constantemente desde que estoy en este lugar. Un pequeño siseo, como un susurro constante que jamás se detiene. Y me mantengo quieta, porque mi movimiento alimenta ese sonido y mientras más me muevo, más cerca de mi lo escucho. Ese siseo constante me recuerda que siempre están ahí, prestas a atacarme en cuanto haga un movimiento en falso.

No recuerdo cómo es mi cuerpo, hace mucho que no lo veo. Esta oscuridad no me permite ver nada, ni siquiera la palma de mis manos. De vez en cuando y con mucha lentitud para no despertarlas, recorro mi cuerpo con mis manos tratando de reconocerme, de entender que todo sigue ahí: mis piernas, mis pies, mi abdómen, mi pecho, mis brazos, mi cuello, mis manos. Y con cada centímetro que recorro, siento también las huellas de sus ataques: pequeñas llagas que se van haciendo más grandes con el paso del tiempo, hasta supurar. Y me duele no poder hacer nada para sanarlas, ni siquiera verlas. No sé qué tan grave estén, aunque supongo que no son mortales, pero sí muy dolorosas.

Inhalo lentamente, reconociméndome viva. Llenando mis pulmones de aire, escuchando los latidos de mi corazón. Muevo el dedo pulgar del pie, avivando mi sentido del oído. Su siseo me dirá hasta dónde puedo actuar sin que lo noten. Comienzo poco a poco, con un dedo, luego el otro. El siseo ahí está pero no aumenta, buena señal. Muevo el dedo del otro pie. Un sonido me detiene. No es el siseo de siempre, es un pequeño tic tic tic. Al parecer se están moviendo. Creo que pueden leer mis pensamientos, porque con solo mover un par de dedos, siento que se están preparando.

Alguna vez escuché a alguien decir que mientras esté uno vivo, la esperanza jamás morirá. Qué hay que hacer hasta lo imposible para liberarse de lo que nos ata, de lo que nos mata. Cuando ese pensamiento llega a mi cabeza me llena la sangre de energía, recordándome que si sigo viva es porque tengo una oportunidad de cambiar las cosas, de salir de esta oscuridad. Tal vez la salida no está lejos, tal vez está al alcance de mi mano, tal vez si corro hacia algún lado y sin que ellas se den cuenta, lograré salir de este infierno de oscuridad en el que estoy sumida. Y me lleno de adrenalina, lista para actuar. ¡Qué importa una llaga más! Al fin que su deseo no es matarme, sino simplemente mantenerme quieta, o de lo contrario ya me habrían matado hace ya mucho tiempo. Dejo que la adrenalina tome el control de mi cuerpo, mis piernas se llenan de sangre y están listas para correr, mi sangre se siente como fuego que recorre mis brazos, listos para defender. Necesito avivar más mi oído para poder escuchar de dónde vienen y con ello saber defenderme. Y abro los ojos, aguzo el oído y dejo que el fuego de mi sangre tome el control. ¡Estoy lista, esta vez sí lo lograré! Me levanto rápidamente, sintiendo cómo mis piernas se fortalecen. Mis pies se alistan, dan un paso afirmándose mi pie fuertemente en el suelo. Doy otro paso, ¡Ya estoy levantada! Mis brazos se han despegado del suelo y se ponen frente a mi pecho, listos para defender. Doy otro paso, ¡No puede ser, lo estoy logrando! No me importa que justo después del primer paso mis oídos escucharon el siseo hacerse más y más ruidoso, acompañados de miles de tic tic tic, como pequeños clavos rascando el piso. ¡No importa, esta vez lo lograré! ¡Qué se muevan lo que quieran! Y justo cuando doy un paso más, siento algo.

Le costó una fracción de segundo a mi cuerpo identificar la sensación, qué era lo que había pasado. Parece como si en ese instante mi cuerpo y mi mente se hubieran desconectado. Mi cabeza, desconcertada, trataba de sentir dónde, cuándo y qué tan grave fue la herida. Primero, la sensación sobre mi garganta. Algo le había pasado a mi garganta. Luego llegó el sabor a sangre en mi boca. Mis piernas aún estaban extendidas, yo seguía de pie aunque mis brazos colgaban sobre mis costados, incapaces de entender cómo defenderse. Luego, un dolor punzante en mis rodillas, síntoma de que caía al suelo nuevamente, con la cabeza levantada. Es claro que eso aún seguía clavado en mi garganta, manteniéndome con la espalda erguida y el cuello hacia arriba. Un objeto grande, o al menos así lo sentía mi garganta, clavándose justo en el nacimiento de las costillas, en medio de mi cuerpo. No podía moverme, ya el dolor comenzaba a inundar mi cuerpo y la adrenalina, ese fuego que me llevó a intentar desesperadamente escapar, se había esfumado por completo. Ahora sólo quedaba el miedo y esa horrible sensación en mi garganta. El aguijón segúia clavado en mi y sentía cada gota de veneno entrando por el hoyo que había hecho, inmovilizando mi cuello y viajando rápidamente por mi cuerpo. En menos de 3 segundos ya estaba nuevamente en el suelo, con el cuerpo rígido, sucumbido por el veneno que actuaba demasiado rápido, endureciendo mis entrañas, mi voluntad y mi corazón. Una llaga más a la colección.

Después de unas momentos, el tic tic tic se detiene y el siseo regresa nuevamente a su habitual volúmen. Han regresado a su lugar, aprestándose para la próxima ocasión.

Este fue el intento #32 de escapar de este horrible lugar. Sé qué el veneno tardará días (aunque ya no pueda contarlos) en desaparecer. Siento como una lágrima sale de mis ojos y rueda por mis mejillas hasta caer al suelo, acompañada de un tic que surge muy cerca de mi oído izquierdo.

Ya perdí la esperanza, ya no sé qué más hacer. No puedo hablar, no puedo moverme. Ni siquiera puedo ver mis propias manos.

Y así pasan lo que para mi parecen meses, sumida en un mar de oscuridad y con lágrimas rodando por mis mejillas de vez en cuando para aliviar el infierno que vive dentro de mi.

De pronto, escucho algo. No es el habitual siseo, son pasos. Sé que no son ellas, porque no suenan como tachuelas pegando en una duela, sino pasos de verdad. ¡Alguien se acerca!

A lo lejos puedo ver un pequeño destello. ¡Escucho ruidos! Después de una eternidad escucho algo que no sean ellas, alguien vivo, alguien que camina y se viene acercando. La luz cada vez se hace más y más brillante y empieza a reflejar lo qué hay a su alrededor. Y es cuando me doy cuenta que me encuentro en una cueva, una cueva con muy poca altura pero muy larga y yo estoy al final de ella. Ahora puedo verlo porque la luz está hasta el otro lado, al final de la cueva. Y las veo, puedo ver por fin a mis torturadoras. Miles y miles de arañas del tamaño de un perro, postradas en el techo de la cueva como murciélagos, mirándome. Su abdomen es enorme y una raya roja surge desde la base de sus cabezas hasta el comienzo de sus aguijones, contrastando con el negro de su cuerpo. Y conforme la luz se acerca, su color negro parece brillar, paralizándome de miedo.

-¿Hay alguien? Dice una voz del otro lado de la cueva. Y yo trato de abrir la boca, de contestar: ¡Aquí estoy, sálvame! Pero no sale sonido alguno de mi, como si me hubieran robado la voz. Mi cuerpo aún sigue entumecido por el veneno del último ataque, pero sé bien que no puedo dejar pasar esta oportunidad porque tal vez sea la última. Lucho contra el entumecimiento, pidiéndole a mis piernas que reaccionen, que se levanten y corran, que logren captar la atención de mi salvador para que por fin pueda salir de este horrible lugar. Mi cuerpo aún puede se mueve y ya veo cómo ellas se apresuran a atacarme. Ahora veo que el tic tic es el sonido de sus patas pegando contra el techo, moviéndose, acercándose a mi. Miles de ojos clavados en cada uno de mis movimientos, aguijones aprestándose para atacar.

-¿Hay alguien aquí? Vuelven a decir. Y mis piernas están listas para dar su último empuje, un último intento para salvarme. Es ahora o nunca.

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